Cuenta la leyenda que surgió por una disputa familiar, una que dio lugar a muerte y pesar. Su historia alberga una poderosa moraleja: la de que el bien vence siempre al mal. Su celebración sirve cada año para conmemorar el "amor divino". Para eso y para dar la bienvenida a la primavera. Desde hace incontables años, su configuración en India -no en todas sus regiones- es la propia de "una fiesta de amor". Pese a haber en él algo de esto último, en Ceuta, el Holi no es más que una fiesta a secas. Eso sí: menuda fiesta.

Su periodicidad anual no gusta a muchos: los más impacientes -lo más ansiosos, quizá- desearían que hubiese, como poco, uno al mes (puede que uno a la semana). A pesar de llevar celebrándose en nuestra ciudad solo desde 2018, el popularmente conocido como 'festival de los colores' es ya parte indisoluble del acervo caballa. Lo sabe la Comunidad Hindú -su precursora-, pero también todos aquellos que, aun no profesando el credo brahmánico, disfrutan como críos llenándose de polvo hasta las cejas.

En el subcontinente indio, se conmemora en marzo; aquí, en la Perla, se hace lo propio días antes de que San Juan dé por inaugurado el verano. Tiene por costumbre convertir el auditorio de La Marina en su particular escenario. La acogida, por supuesto, es siempre espectacular. Antes de que ese tal 'coronavirus' nos privase de normalidad, iba camino de hacerse un hueco dentro del vasto folclore ceutí. Tras volver en 2022 después de dos cursos de parón auspiciado por la emergencia sanitaria, el Holi lo ha logrado: la festividad hindú es ya una costumbre más que instaurada.

Dicen que a nadie le amarga un dulce. Dicen también -uno de los que lo dice cada vez que ve el hueco es Juan Vivas- que, en Ceuta, conviven cuatro culturas. Ya no es que convivan, es que estas convergen de tanto en tanto. Lo vivido este 22 de junio en la explanada del recinto ferial da buena cuenta de que, efectivamente, el hermanamiento entre caballas es una realidad más que patente. Si no es así, si todavía hay por ahí quienes dudan de ello, que baje Dios y lo vea (ya le aseguramos que, de haberlo hecho, habría acabado coloreado de los pies a la cabeza).

Cada vez que la ciudad autónoma transita por estas fechas, La Marina se queda pequeña. Más que eso: se convierte en una auténtica olla a presión. Es así desde hace más de medio lustro. Como no podía ser de otro modo, también lo ha sido este 2024. El lleno hoy, más que absoluto, era imponente (en serio: no cabía ni un alfiler).

El ambiente, por momentos, era el propio de una verbena, una ligeramente más colorida (nótese la ironía) que aquellas que se celebran cada cierto tiempo en las barriadas más periféricas. Hombres y mujeres, padres con sus hijos, abuelos con sus nietos, amigos con más amigos... Como principal protagonista, acompañando a todos ellos, el color. Eso y el jolgorio, mucho jolgorio.

En el Holi, la única norma es que no hay normas. La cosa es sencilla: si te despistas, acabas hecho un cuadro de Van Gogh. Desde que el evento echa a andar hasta que cae la noche, su recinto se convierte en algo próximo a un campo de batalla, uno, eso sí, en el que no hay lugar para la hostilidad y sí para el buen rollo.

Todo esfuerzo por no mancharse -hay muchos que lo intentan con todas sus ganas- es inútil. Ya lo dijo Dante Alighieri en su Divina comedia: "Abandonen toda esperanza". Aun no siendo el contexto el mismo que el descrito por el italiano en la que fue su obra magna, la cuestión de fondo sí que lo es: si secundas el Holi, te vas a manchar sí o sí (o sí).

Cada curso, el festival del pigmento se torna en algo así como una especie de 'cacería contra el diferente'. ¿Vas totalmente pulcro e inmaculado? Puedes estar seguro de que, antes de abandonar la zona, más de uno te habrá cubierto por completo de polvo mientras te suelta un "vas demasiado limpio" (el que escribe estas líneas sabe bien de lo que habla). Insistimos: todo esfuerzo es inútil; no queda más opción que capitular.