No hay despedida que no cumpla con la norma de ser amarga; no hay en el mundo un solo 'adiós' que no conmueva a quienes se lo dicen entre sí. Es ley de vida: todo tiene un principio y un final. Por más que a uno le pese, las cosas se acaban; nada, absolutamente nada es para siempre.
Cuando Jesús colocó junto a su negocio el cartel que anunciaba su retiro, hubo quienes pensaron que el Día de los Santos Inocentes se había adelantado, que era una broma (de buen o de mal gusto; cada cual tenía su propio parecer). No lo era; era real como la vida misma. Tras más de tres décadas al otro lado del mostrador, los Maresco han puesto fin a su trayectoria profesional un 27 de abril de 2024 que, a buen seguro, quedará grabado en el imaginario caballa como una triste efeméride.
Se va un grande; nos abandona la que, para la práctica totalidad de su clientela, siempre ha sido "la mejor bocatería de Ceuta". Justo esa ha sido la consigna más repetida a lo largo de la última semana, siete días marcados por el exceso de aforo, las interminables colas y, sobre todo, las muestras de cariño hacia una familia que, para muchos, ha sido precisamente eso: una familia, una con la que no pocos han compartido toda clase de vivencias.
Dicen que 'algo se muere en el alma cuando un amigo se va'. Hubiese o no amistad de por medio, todos cuantos frecuentaban el Maresco tienen hoy la sensación de que, con su cierre, se ha ido un pedacito de ellos. Es inevitable; Jesús, Inés y Rafa han sido para sus clientes algo más que simples conocidos: han sido cercanía, afecto, buen rollo... Por ser, han sido hasta psicólogos: nunca han negado los oídos desde el otro extremo de su barra a aquellos que querían hablar; nada de rechazar a quienes, por ‘h’ o por ‘b’, necesitaban desahogarse.
En un primer momento, Jesús quitó el reparto a domicilio. "Queremos que la gente venga aquí", reveló la familia hace ahora un mes. Más tarde, el establecimiento decidió adelantar su horario de apertura. Finalmente, optó por desconectar ese teléfono fijo que se eleva sobre su expositor y al que el pasar de los años le ha valido el convertirse en toda una seña de identidad. Hace días que dejó de hacerlo, pero, llegados a este punto, está claro que ese 956 514 464 no volverá a sonar ya nunca más.
Fue a mediados de marzo cuando el clan pegó en su bocatería ese letrero que, al poco, comenzó a llenarse de firmas hasta casi no quedar en él un solo espacio libre. Desde entonces, la afluencia de clientes fue yendo cada vez a más; todos querían despedirse como correspondía (y de paso, claro, deleitar sus paladares). "Los mejores bocatas de Ceuta", reza una de las (muchas) dedicatorias. "Los mejores de España", matiza otra. "No os olvidaremos", expone una tercera. Y así, hasta la saciedad.
"Hay gente que nos dice cosas tremendas", revelaba Jesús. Por si había dudas: se refiere a que sus parroquianos llevan mes y medio profiriendo a él, a su mujer y a su hijo toda clase de halagos. "Mira que yo soy duro, pero esto...", reconocía desacomplejadamente. Las consecuencias son tristemente sencillas: ya no habrá más serranitos; se acabaron los canteros; adiós a los antojos; los caprichos son ya historia. Ellos y el resto de manjares que daban forma a la carta. Todos. El 100%.
Era la última noche: había que hacer acto de presencia sí o sí; se prestaba casi a obligatoriedad acudir a ese local al que el propio Jesús se refiere cariñosamente como "un boquete" y sobre el que asegura no entender cómo es posible que, históricamente, haya gustado tanto. Llegadas las siete en punto de la tarde, la persiana se levantaba. Los primeros incondicionales, no en balde, permanecían en la zona desde hacía rato. Estos mismos, provistos con mesas y sillas de playa, se convertían en los primeros de los últimos en pedir.
El grupo estaba formado por algo menos de una decena de integrantes. Entre ellos, figuraban los miembros de una banda musical de nueva hornada que se estrenará como tal en la edición venidera del Caballa Rock. Su nombre: Martes Maresco. "Veníamos todos los martes y pensamos que sería buena idea llamarnos así", explicaban Diego y María, una pareja que espera un bebé que, aunque nunca podrá probar "los mejores camperos de Ceuta", oirá hablar muy bien de ellos por parte de sus progenitores.
Dentro del local, ya metidos de lleno en faena, Jesús e Inés se descubrían ataviados con sendos delantales serigrafiados con un 'Gracias por tanto'. Entre nota y nota, el matrimonio aprovechaba para salir y cumplir los deseos de aquellos que anhelaban tomarse un selfie con ellos.
Antes de la puesta de sol, las predicciones meteorológicas se cumplían: comenzaba a llover. Caía agua a mares, pero ni siquiera eso disuadía a la multitud. "Hasta el cielo está llorando", poetizaba Pedro, un veterano cliente que afirmaba llevar "más de veinte años" siendo alimentado por los Maresco. "Para mí, es como si fuesen mis padres", confesaba. Llevaba yendo al lugar "toda la semana"; no ha faltado "ni un solo día". El de ayer, para su desdicha, fue "muy triste".
Como si de una celebridad se tratase, Jesús decidía entregar a un cliente una comanda firmada de su puño y letra. Arriba, el pedido; abajo una tierna dedicatoria: "En cada ingrediente, pusimos amor". "Esto lo plastifico", bromeaba (o no) su afortunado receptor.
Pasados unos minutos de las ocho y media, la demanda se multiplicaba. Daba igual: en el Maresco, "las esperas son agradables". Lo son también para la Policía Nacional: una patrulla de la UIP formada por cuatro agentes se personaba en el establecimiento para reponer energías. Por sus acentos, ninguno parecía ser de aquí. "Somos de Castellar de Santiago", confirmaba uno de ellos momentos antes de que Jesús les cogiese el pedido.
Arribaba otro par de clientes: José Martínez y su esposa, dos ceutíes de pura cepa. Él es asiduo "desde los diecisiete años"; ella, también "desde muy joven". Ambos han inculcado a sus hijos su desmedida pasión por el Maresco, de ahí que su 'adiós' les suponga "una desilusión enorme" (y que quisieran inmortalizarse frente a la bocatería).
Cuando parecía que no habría más momentos para enmarcar, va Inés y estalla de emoción. El motivo: una visita sorpresa. "¡Son mis hermanos!", lanzaba a los cuatro vientos mientras los abrazaba inconteniblemente. Estos no estaban solos: los acompañaban los nietos del matrimonio.
Admito (y utilizo la primera persona) que, en dos años como periodista, nunca antes me había costado tanto escribir algo. No lo hago con lágrimas en los ojos, pero sí con un enorme nudo en el estómago. Puede que todo lo narrado con anterioridad se aproxime a lo opinativo más que a lo puramente informativo, pero todo reportero que se precie ha de contar siempre aquello que ve con sus propios ojos; esa es la máxima de quienes integran el gremio de la comunicación. En este caso, servidor ha sido testigo directo -muy a su pesar- de un acontecimiento atravesado de pleno por la tristeza y la congoja. Aunque puede que subjetiva, esa ha sido la realidad captada por el que suscribe.
Hasta hace solo cien días, la de este sábado estaba llamada ser una jornada más, una de tantas. Al final, se ha acabado convirtiendo en una fecha marcada por el desasosiego. Porque no, nada dura eternamente. Ni siquiera ese luminoso letrero que tantas alegrías nos ha dado y que, ayer, se apagó por ultimísima vez. Lo decía una de las inscripciones del cartel de despedida; lo replica este humilde informador desde su ordenador: "¡Feliz jubilación!".